Aceptar nuevamente el convite de
la vida para intentar llevar adelante la tarea de escribir ha sido sin duda una
de las buenas decisiones que recuerdo haber tomado. En estos días, luego de un
intenso derrotero, he arribado a un mirador en el camino que me entrega una
clara retrospectiva de lo andado y además, al dirigir la vista hacia adelante,
descubro que estoy en lo que es el mejor sitio del desarrollo de la
escritura: el último capítulo, el puerto de desembarco en el final de una
historia. Es a esta altura cuando se avizora la culminación de una labor en la
que uno fue tallando el relato a esforzados golpes de inspiración y emoción.
Entonces uno se solaza con ello, es en ese instante en el cual los personajes
alumbrados están rebosantes de vida, ansiosos por hablarle a quienes los
leerán, en donde uno comienza a engalanarlos tratando de ponerlos de punta en
blanco, deseando que estén impecables para su primera función, a saber: la primera cita
con sus lectores.
Soy un heterónimo, algo así como un río, unas veces confluente y otras afluente, pero siempre en busca de la desembocadura.
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