La noche envuelve el
apesadumbrado andar de Rolando mientras camina sobre el curso que en el
empedrado trazan las vías muertas; sabe que al final de las mismas encontrará
el muelle y allí la silueta del cafetín del puerto: ese lugar en el que hace
tiempo busca una salida. Al llegar, lo recibe el sonar de un bandoneón,
acompañado por su melodía se dirige hacia una de las mesas. Una vez sentado
inicia el ritual de siempre, saca del bolsillo unas arrugadas hojas y comienza
a garabatear en las mismas la letra que no consigue terminar, busca
infructuosamente inspiración con la mirada fija en el ventanal: a través del mismo
advierte la tenaz lucha entre el faro y la bruma. Masculla una bronca profunda
mientras procura encontrar la palabra que rime con angustia. Veterano en
estrenar fracasos sabe que nunca estrenará ese tango con el que pretende
expresar su dolor, vuelve la vista hacia afuera y advierte que el faro ha
perdido la batalla, apura el trago y se levanta: el bandoneón sigue sonando.
Deja que la puerta se cierre sola detrás de él, da unos pasos y mira el brillo
de las vías que apuntan a la ciudad, toma el rumbo contrario y va hacia el
muelle, se apoya en la baranda, sus manos acarician la madera: el faro hace un
último intento. Con lentitud de miedo se trepa a la baranda y salta: es
entonces cuando finalmente encuentra la palabra que rima con angustia.
Soy un heterónimo, algo así como un río, unas veces confluente y otras afluente, pero siempre en busca de la desembocadura.
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